EL ABUELO
En el balcón, me puse a tomar vino con el abuelo. Él me contó que, en su juventud, había sido millonario durante quince horas. Me contó que, toda la vida, había trabajado como albañil. Una tarde, mientras intentaba terminar de construir un muro, su supervisor llegó para recriminarle su lentitud. El abuelo tragó saliva para contener su rabia. Quiso tirarle el palustre en la cara al supervisor y renunciar a aquel trabajo de mierda pero recordó que la abuela lo estaba esperando con la esperanza de que llevara el dinero para pagar las facturas de los servicios públicos domiciliarios. El abuelo no tuvo otra opción que continuar con su labor. La tarde adquirió un color de rosa cuando un compañero albañil, que trabajaba pegado a su radio, sintonizó una emisora en la que anunciaban los números ganadores del Sorteo Extraordinario de Navidad. El abuelo escuchó por inercia todos los números y se quedó congelado por el estupor. Había escuchado con claridad el número 51925. Lo recordaba perfectamente porque era la misma fecha del natalicio de su madre: 5 de enero del año 1925. Había comprado la serie completa en el bar El Irlandés hacía un par de días atraído por un número que representaba el natalicio de la persona que más había querido en la vida. A esto se sumaba que, una semana antes, había tenido un sueño en el que su madre le pedía que comprara la lotería. Él desestimó el sueño porque siempre consideró que la lotería era una trampa para incautos orquestada por las élites más oscuras del capitalismo. Sin embargo, aquel día en el bar, al ver aquel número, no dudó en comprar toda la serie aunque se quedó sin dinero para comprar más cerveza. De regreso a casa, se la entregó a su mujer para que la guardara en una arqueta medieval en la que guardaban sus pocos objetos de valor. El abuelo quedó petrificado aquella tarde frente al radio del compañero. El supervisor tuvo que sacudirlo para traerlo de regreso al planeta tierra. El supervisor le dijo que era un bueno para nada, que para lo único que servía, era para soñar despierto y que, esa misma tarde, le pediría al jefe la cancelación de su contrato laboral. El abuelo no le respondió de inmediato pero, cuando repitieron los números en la radio y estuvo seguro de que no estaba equivocado, le escupió la cara al supervisor y le gritó que se había convertido en un maldito millonario y que ya no le interesaba relacionarse con supervisores de mierda. El abuelo arrojó lejos el palustre de albañil y comenzó a patear el muro fresco mientras se reía como un loco hasta que logró derrumbarlo. Mientras saltaba de manera incontrolable, les explicó, a sus compañeros de trabajo, que tenía el billete ganador de la lotería en su casa. Los exhortó a dejar tirado el trabajo y los invitó a celebrar al bar El Irlandés. Todos le creyeron y aceptaron la invitación porque prometió regalarles, a cada uno, el sueldo que se ganaban en un año. El supervisor los vio alejarse y no tuvo otra opción que quedarse solo reconstruyendo el muro porque esa obra tenía que entregarla ese mismo día. Esa tarde, tomaron cerveza como si no hubiera un mañana y el barman del bar le fio al abuelo convencido de que tenía el billete ganador del Gordo de Navidad. A la mañana siguiente, el abuelo despertó con una resaca colosal. Se tomó todo el jugo de naranja que había en la cocina y la abuela no dejó de perseguirlo con una mirada de desaprobación. Como la abuela le reprochó el haber estado bebiendo sin haber conseguido aún el dinero para pagar las facturas, el abuelo le dijo que ya no tenían que preocuparse de eso. Le explicó que ya eran millonarios. El abuelo la agarró de los pies y la cargó como si fuera una figura de terracota. Cuando la regresó a tierra firme, la abuela tenía un rostro adusto. El abuelo le dijo que había ganado el 51925. La abuela, entonces, agachó la cabeza para decirle que, un par de días atrás, había cambiado ese número con una vecina por la serie 51955 un número que le había parecido más bonito porque era la fecha en la que habían contraído matrimonio. El abuelo, al escuchar esa revelación, vomitó todo el jugo de naranja. Se encerró en el baño a llorar y salió furioso de su casa hacia el bar El Irlandés. Sabía que, si se quedaba, podía terminar agarrando a patadas a la abuela. En el bar, le contó su infortunio al barman. El barman le dijo: “No se le desea el mal a nadie pero ojalá le caiga un meteorito a tu mujer”. Ese día, el barman bebió cerveza y lloró con el abuelo. El lunes siguiente, el abuelo madrugó a reconstruir el muro que había tumbado y a intentar recuperar su trabajo. El jefe le dijo que no necesitaba millonarios trabajando con él. Le dijo que no quería volverlo a ver. Al regresar a casa, el abuelo se sentó en su sofá. Le dijo a la abuela que, toda la vida, había trabajado duro para que nada le faltara pero que había llegado la hora de que ella trabajara para que a él no le faltara nada. El primer día de trabajo de la abuela, la despidió diciéndole que no volvería a trabajar hasta que ella recuperara los millones que había tirado por la alcantarilla. Solo entonces entendí por qué nunca vi al abuelo trabajar mientras que la abuela se mataba para atenderlo como un príncipe.